Pocos saben que detrás del nombre Santa Fe Klan hay un corazón marcado por ausencias y promesas rotas. Ángel Quezada, el muchacho de Guanajuato que conquistó escenarios con su voz rasposa y letras crudas, no siempre tuvo un micrófono en la mano. Hubo un tiempo en que su único refugio era un cuaderno azul de pasta dura que su madre le regaló con el dinero que le sobró después de vender tamales.

Susana Jasso y su celebración del día de las madres con Santa Fe Klan

 

Pocos saben que detrás del nombre Santa Fe Klan hay un corazón marcado por ausencias y promesas rotas. Ángel Quezada, el muchacho de Guanajuato que conquistó escenarios con su voz rasposa y letras crudas, no siempre tuvo un micrófono en la mano. Hubo un tiempo en que su único refugio era un cuaderno azul de pasta dura que su madre le regaló con el dinero que le sobró después de vender tamales.

—No tienes que ser poeta —le dijo ella—, solo escribe lo que te duele. Es más fácil cargar palabras que silencios.

Ángel creció entre callejones llenos de grafitis, bicicletas sin frenos y vecinos que se saludaban con la mirada cansada. Su padre se había ido cuando él apenas decía sus primeras rimas, y su madre —doña Rosa— se convirtió en todo: madre, padre, escudo, y a veces también almohada donde llorar.

Con los años, el cuaderno azul se llenó de versos que hablaban de hambre, de sueños imposibles y de la culpa de salir adelante cuando otros se quedan atrás. A los diecisiete, ya lo conocían en barrios que él nunca había pisado. Pero lo que más lo marcó no fue la fama repentina, sino el silencio que llegó cuando su madre dejó de contestar el celular.

Un accidente. Hospital. Urgencias. Cuando Ángel llegó, ya era tarde. Lo único que encontró fue una bolsa con el viejo cuaderno azul y una carta que ella escribió sin firmar:

“No dejes que el mundo te cambie, hijo. Si alguna vez sientes que te pierdes, vuelve al niño que fuiste cuando escribías sin esperar aplausos.”

Desde aquel día, Ángel dejó de firmar sus letras solo como “Santa Fe Klan”. Comenzó a mezclar ambos nombres, como si con cada canción intentara no olvidar de dónde vino, ni a quién le debe cada verso.

En sus conciertos, hay un momento en que todo se apaga. Solo una luz lo alumbra, y él mira al cielo con los ojos cerrados. Algunos creen que es parte del show. Pero en realidad, es su forma de hablar con ella. Porque aunque ahora lo llamen ídolo, dentro sigue siendo ese niño con el cuaderno azul, buscando a su madre en cada nota.

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