“Santa Fe” es Casa
Las mañanas en Guanajuato siempre huelen a maíz asado y al sonido apresurado de los pasos en callejones como laberintos. En una esquina del barrio Santa Fe, había un niño llamado Ángel que solía sentarse junto a la ventana, golpeando con dos dedos el marco de madera desgastada, murmurando versos extraños como si tuviera música en la sangre.
No recuerda cuándo comenzó a amar la música. Quizá fue en las noches sentado en las piernas de su padre, escuchando cómo afinaba la guitarra. O tal vez cuando su madre cantaba boleros mientras lavaba la ropa, o con el pequeño acordeón que le regaló su papá — el primer instrumento nuevo, lo único nuevo en una casa llena de cosas viejas. Sus padres no tenían mucho dinero, pero le transmitieron algo que nadie podía quitarle: ritmo de vida y melodía.
En lugar de tocar la música tradicional que su padre esperaba, Ángel se ponía los audífonos a escondidas y se sumergía en los bajos, el rap y los beats del mundo underground del hip hop mexicano. Sabía que su padre se entristecería si lo supiera, pero no podía evitarlo. Quería contar su propia historia — no con cuerdas, sino con palabras, con ritmo.
En la escuela, Ángel era callado. Pero después de clases, se transformaba: lideraba a sus amigos en batallas de freestyle bajo las escaleras del barrio, rapeando contra quien se atreviera a desafiarlo. Sus rimas no eran floridas, pero eran sinceras. Hablaban de su madre agotada después de vender tamales, de su padre desempleado que aún sonreía, de los sueños que tenía que guardar en un cajón porque no había para pagar la renta.
Una vez, después de verlo rapear en un parque cercano a casa, su padre se quedó callado un momento y le dijo:
— No vas por el camino que yo esperaba… pero te escucho, Ángel. Y veo que hablas con el corazón. Nunca pierdas eso.
Fue la primera vez que Ángel entendió que no tenía que elegir entre la tradición y su propio estilo. Podía ser ambos — ser Santa Fe, ser Guanajuato, ser el que cuenta historias de la calle con el corazón.
A los diecisiete años, Ángel grabó su primera canción en su cuarto, rodeado de paneles acústicos hechos con espuma de huevo. Eligió el nombre artístico “Santa Fe Klan,” como una promesa de que donde fuera, llevaría su barrio — con su música, con sus palabras.
El éxito llegó poco a poco y luego de golpe: YouTube, festivales, colaboraciones con grandes nombres. Pero Ángel siempre regresaba a casa. Seguía pedaleando su bicicleta frente al puesto de tamales de su madre, ajustaba la vieja guitarra con su padre, y seguía escribiendo.
No para ser famoso.
Sino para no olvidar.