Cuando se habla de baloncesto, se tiende a pensar en personas grandes. Gigantes, incluso. Y este lo era, desde luego. Hoy repasamos la historia de superación de Gheorghe Muresan (Tritenii de Jos, Rumanía, 1971), un jugador que no se dejó llevar por los estereotipos que se imponían en contra de las personas más altas.
El físico fue su gran arma y gran amenaza durante toda su trayectoria profesional. Pero también le salvó la vida. Tras visitar varios médicos, se le diagnosticó una enfermedad llamada acromegalia -que padece también el español Roberto Dueñas– y que se producía por un desorden en la glándula pituitaria. Le cambió el futuro al simpático de Gheorghe Muresan.
Con 14 años y sin apenas tocar un balón, Muresan no se hubiera imaginado jamás que acabaría jugando en la NBA. Su viaje hacia el baloncesto se manifestaba en un pequeño pueblo situado en la región de Transilvania, Tritenii de Jos, a través de una consulta con su dentista, que también era árbitro. El enorme tamaño de aquel joven llamó la atención al dentista, quien no dudó en llamar a varios equipos de la región.
Sin ser un deporte popular por aquel entonces en Rumanía, Muresan comenzaría a jugar a los 15 años a baloncesto. De hecho, el rumano afirmó en varias ocasiones que no había visto un partido antes. Sin embargo, con muestras de una lógica descoordinación debido a su tamaño, decidió entrenar como un poseso. Gozaba de un enorme potencial y sus técnicos alucinaban con la gran velocidad con la que asimilaba conceptos básicos.
Los frutos del trabajo duro
El joven haría las maletas y crecería en el equipo de la Universidad de Cluj. Su debut en la Primera División Rumana fue algo, digamos, fuera de lo normal. Gheorghe Muresan anotaría 30 puntos. Casi nada.
Sus actuaciones le llevarían a las convocatorias de la selección e incluso a jugar rondas europeas con su equipo. En una eliminatoria ante el Pau-Orthez, de Francia, caerían derrotados. El club francés, sin embargo, se guardaría el nombre de Muresan para la temporada siguiente y le ficharía. Y claro, no era para menos. El joven pívot les endosó 39 puntos.
Más famoso por su tamaño que por su juego, Muresan gozaría cada vez de más recursos en ataque durante su primer año al máximo nivel. Pero, antes, tenía que aprender a correr. Era lento y todavía algo descoordinado. “Antes de jugar a baloncesto, lo primero que hicimos con él era que aprendiera a andar. Caminaba como un anciano, todo encorvado. Le tuvimos que enseñar a hacerlo erguido, que estuviese orgulloso de su estatura”, comentaba su nuevo entrenador Michel Gómez en su primera experiencia profesional en el conjunto francés.
La vida del pívot rumano comenzaba a sonreír. En 1993, Gheorghe Muresan firmaría un acuerdo de dos años con el Barça, incluyendo una cláusula en la que podía romper el contrato en caso de salir a la NBA. Y así fue, pese a que los médicos del club azulgrana desaconsejaron su fichaje tras las pruebas médicas.
Su agente colocó su nombre en el Draft y fue escogido en el puesto número 30 por unos Washington Bullets -los actuales Wizards- que vieron en él un potencial, todavía sin pulir, de un jugador que dejaría una marca imborrable en la liga.
En aquellos momentos, a Muresan se le detectó un tumor en la glándula pituitaria y fue en Washington donde tuvo la oportunidad de recibir un tratamiento para extirpárselo. Si no se hubiera sometido a la operación, habría tenido posiblemente una esperanza de vida de 45 años.
El pívot se convirtió en uno de los imprescindibles en el baloncesto de la década de los noventa. Con su 2,31 de estatura era el jugador más alto en jugar en la NBA, midiendo pocos milímetros más que Manute Bol. Asimismo, también fue el primer jugador de Rumanía en pisar una cancha de la liga americana. Casi nada para un chaval que a sus 15 años acudía al dentista sin haber visto jamás un partido de baloncesto.
En la cancha, tras perder peso y ponerse en forma, el rumano dominaba la pintura y se iba convirtiendo poco a poco en uno de los mejores interiores de la NBA, destacando por su característico gancho y reverso. A la vez, Muresan gozaba de una encomiable visión de juego y una gran capacidad para asistir, lo que le hacía una pieza muy completa para cualquier entrenador.
Conquistar la cancha y el corazón
Gheorghe caía bien a todo el mundo. El tipo, amable y cariñoso con sus fans, llevaba el dorsal 77 en su corta estancia en la NBA. El coloso rumano se apoderó de dicho número por la medida equivalente a sus 231 centímetros en el sistema americano: 7 pies y 7 pulgadas.
Muresan se había ganado el cariño de la afición de los Bullets en los cuatro años que estuvo en el equipo. Era uno de los jugadores más queridos, no solo de la franquicia, sino también de la NBA, llegando a sus picos de carrera en puntos (14,3), rebotes (9,6) y tapones (2,3). Esa temporada (1995-96) obtuvo el prestigioso premio del Jugador con Mayor Progresión (MIP) de la competición y quedó tan solo por detrás de jugadores como Shaquille O’Neal, Pat Ewing o Alonzo Mourning en las votaciones por el All Star. “Tenía tres tipos que simplemente no podía detener. Uno era Gheorghe Muresan. Solía asesinarme siempre en Washington”, comentaba entre risas Shaquille O’Neal.
Tras esa magnífica campaña, la trayectoria del gigante rumano comenzaría a caer en picado. Las próximas temporadas estarían señaladas por sus constantes dolencias físicas. Se perdió la campaña de 1997-98 entera por un problema en el tendón del pie derecho y firmó posteriormente por los New Jersey Nets (1998), donde jugaría únicamente 31 encuentros en dos campañas.
Los problemas en la espalda comenzaron a pasarle factura y por ello -tras no recibir ofertas americanas- decidió terminar su carrera con un fugaz retorno a sus inicios. Firmaría nuevamente por el Pau-Orthez, donde conseguiría ganar la liga francesa disputando únicamente 15 encuentros. Finalmente, el techo rumano terminaría retirándose a los 29 años y zanjaría una carrera en un mundo inesperado que pudo haberle salvado la vida.
Tras ello, Muresan decidió fijar su residencia en New Jersey y comenzó a trabajar de embajador en los Washington Wizards. En los últimos años, trasladó a su familia a Washignton, ejerciendo a la vez como vicepresidente de la Federación Rumana de baloncesto.
Tanto por sus condiciones físicas como por su carácter, fue uno de los jugadores más carismáticos de los 90 en el mundo del baloncesto. El muy querido Gheorghe Muresan dejó una magnífica historia llena de hilos de superación después de que el deporte le salvara la vida gracias a un tratamiento que pudo recibir en Washington.