Cada sábado por la tarde, el Zócalo de Puebla se llenaba de sol dorado y del aroma a elotes asados que salía de los carritos callejeros. Valeria solía sentarse en la misma banca de piedra, junto a la fuente, a dibujar los rincones del centro histórico en su cuaderno de tapas de cuero.
Pero ese sábado, no trajo ni lápices ni acuarelas.
En sus manos solo llevaba una bolsa de papel. Dentro, cuidadosamente doblado, había un vestido rojo. Brillante. Imposible de ignorar. Un color que Valeria siempre había evitado… y que su hermana Ana amaba con obsesión.
Ese vestido lo había comprado para la fiesta de compromiso de su hermana.
De Ana y Julián.
El hombre que Valeria había amado en silencio durante dos años.
Todo empezó un año atrás, en un taller de pintura en la Casa de la Cultura. Valeria lo vio por primera vez entre pinceles y lienzos: Julián, de voz suave, ojos atentos, y un talento casi melancólico. Tardes enteras hablando de arte, caminatas hasta San Francisco, cafés compartidos en silencio. Valeria sentía, por primera vez en mucho tiempo, que su mundo volvía a tener color.
Hasta que una mañana, Ana entró en la cocina, radiante:
—Val, te vas a morir… ¡Tengo novio nuevo!
—¿Sí? —preguntó Valeria, distraída.
—Lo conocí en un taller de pintura. Se llama Julián.
Todo se congeló.
Valeria apretó la taza de café. Forzó una sonrisa.
—¿Julián? Qué… coincidencia.
Y así, su hermana mayor empezó a salir con el amor secreto de su vida.
Una semana antes del compromiso, Ana entró al cuarto de Valeria sin tocar. La encontró frente al espejo, probándose el vestido rojo.
—¿Rojo? ¿Tú? Pensé que lo odiabas.
—A veces… hay que aprender a brillar —respondió Valeria sin mirarla.
Ana frunció el ceño.
—Valeria… ¿crees que no me doy cuenta?
—¿De qué hablas?
—De cómo lo miras. De cómo te congelas cuando él dice tu nombre.
Valeria guardó silencio. Luego dijo, con voz baja:
—¿Y tú? ¿Crees que él nunca me miró de la misma forma?
Ana palideció.
—Val… ¿Qué pasó entre ustedes?
—Nada —mintió Valeria. Y luego corrigió—: Solo una vez. Un paseo por Cholula. Una mano que buscó la mía. Un silencio incómodo. Y una promesa no cumplida.
Ana se quedó helada. Salió del cuarto sin decir más.
El día del compromiso llegó. En los jardines del restaurante San Pedro, todos celebraban a la pareja “perfecta”. Valeria llegó tarde. El vestido rojo la envolvía como una armadura.
Julián la vio. Bajó la mirada. Ana apretó la copa entre los dedos.
Cuando llegó el brindis, Valeria se puso de pie. Su voz temblaba, pero hablaba con el alma.
—Hoy… mi hermana se compromete con el hombre que ama. Y yo, con la mujer que soy ahora. Aprendí que a veces uno ama en silencio… y que ese silencio también duele. Pero me voy tranquila, sabiendo que yo también merezco ser amada. Algún día. Sin esconderme.
El jardín quedó en silencio.
Ana miró al horizonte. Julián no dijo nada.
Solo Doña Dolores, la madre de ambas, tomó la mano de Valeria y le sonrió con ternura.
Esa misma noche, Valeria empacó sus cosas. Aceptó una oferta para dar clases de arte en Oaxaca. Antes de irse, dejó un sobre en el escritorio de Ana. Dentro, una nota escrita a mano:
“Hay amores que nacen para quedarse,
y otros que solo vienen a enseñarnos a soltar.”
—Valeria