Ángel, con el ceño fruncido y la voz temblorosa, confiesa que no puede evitar sentir una rabia profunda cada vez que piensa en su padre y su abuelo. “Es como si la sangre me hirviera”, dice mientras aprieta los puños, tratando de contener el temblor que recorre su cuerpo.

Explica que ambos hombres, figuras centrales en su vida, han dejado una marca imborrable en él, pero no de la manera que habría deseado. Su padre, siempre distante y crítico, nunca mostró una pizca de aprobación por nada de lo que Ángel hacía. Cada palabra suya era como un cuchillo que se clavaba en su autoestima, un recordatorio constante de que nunca era suficiente.

Por otro lado, su abuelo, aunque carismático y dominante, parecía disfrutar manipulando a la familia. Sus lecciones de vida estaban impregnadas de un autoritarismo que Ángel encontraba imposible de soportar. “Es como si estuviera destinado a repetir sus errores, a vivir con esa misma ira que ellos llevan dentro”, admite con un tono de frustración.

Ángel reconoce que el enojo que siente no es solo hacia ellos, sino también hacia sí mismo por no poder romper el ciclo. “Intento ser diferente, pero es difícil. Ellos están en cada decisión que tomo, en cada pensamiento que tengo. A veces siento que ni siquiera soy dueño de mi propio carácter.” Sus palabras, llenas de dolor y sinceridad, dejan claro que esta lucha interna no es solo contra el enojo, sino también contra el legado emocional que le han dejado.