Ya No Tiene Nada Que Perder: La Mujer que Él Abandonó Años Atrás Ahora Abraza a Su Hijo Bajo la Lluvia Fría

El viento gélido barría las calles de Ciudad de México con violencia, y la lluvia golpeaba sin tregua los techos oxidados de los locales cerrados. Entre paraguas apurados y bocinas impacientes, nadie parecía notar a la figura delgada que, encogida bajo el alero de una vieja cafetería, abrazaba con fuerza a un niño pequeño con su único brazo. El otro terminaba abruptamente en el codo, oculto bajo una chaqueta raída. Nadie se detenía. Nadie miraba.

Pero esa mujer tenía nombre. Se llamaba María Fernanda López, 38 años, con la piel pálida como el mármol y el rostro agotado por los años, la lluvia y el silencio. A su lado, su hijo Juan Pablo, de apenas siete, vestía ropa remendada, con grandes ojos oscuros que asomaban entre los pliegues húmedos de la tela. Temblaba, sin quejarse, los labios morados por el frío.

María Fernanda sostenía un billete de lotería empapado. Lo observaba como quien mira una última esperanza, deshecha entre los dedos. Cerró los ojos, contuvo las lágrimas, y volvió a cubrir a su hijo con la chaqueta rota. No podía caer. No ahora. No frente a él.

Fue entonces cuando la vida —y el destino— decidió intervenir.

Un Mercedes negro se detuvo a pocos metros. De él bajó un hombre de traje oscuro, alto, impecable, con una mirada profunda que parecía no mirar a nadie. Su rostro, serio y calculador, lo delataba: era Alejandro Ramírez, 45 años, magnate de bienes raíces y finanzas, rostro habitual en portadas de revistas y listas de los más poderosos del país.

Iba rumbo a una cena en un restaurante de lujo, pero algo —una chispa, un presentimiento— le hizo girar la cabeza. Y entonces la vio.

Primero no pudo reconocerla. Luego, el golpe en el pecho fue brutal.

—¿María…? —susurró, con la voz rota.

Ella alzó la vista. Por un instante, pensó en huir. Pero no pudo moverse. Juan Pablo, asustado, se refugió en su regazo. Alejandro se acercó, incrédulo. El tiempo retrocedió una década, hasta el altar donde aquella mujer le había prometido amor eterno. Hasta la tarde en que su propia familia la sacó de su vida, alegando que “no era de su nivel”.

—¿Qué te pasó? —murmuró él, al notar su brazo amputado.

María Fernanda bajó la mirada.
—Un accidente. No importa. Ya pasó.

Pero no había pasado. Ni para ella. Ni para él.

Alejandro quiso tocarle el hombro, pero ella se apartó con una dignidad que dolía. El niño la imitó, escondiéndose tras su madre. Alejandro, desconcertado, lo observó. Había algo en su mirada… en la forma de su ceja, en la curva de su nariz.

—¿Este niño es…? —preguntó con voz entrecortada.

Ella no respondió. Solo lo abrazó más fuerte. Cuando se levantó para irse, Alejandro la sujetó por la mano.

—Por favor, no te vayas así. Dime qué pasó. ¿Por qué nunca me buscaste?

María Fernanda lo miró con una mezcla de dolor, orgullo y amor enterrado.

—Porque tú no me buscaste a mí. Tu familia me echó. Yo estaba embarazada, ¿lo sabías? Y me fui… porque no iba a rogarle a nadie por un lugar que merecía por amor.

Alejandro cerró los ojos. La lluvia ya lo había empapado, pero lo que lo ahogaba no era el agua: era la culpa.

—Lo siento. Te juro que lo siento. Si pudiera volver atrás…

—Pero no puedes. Ya somos dos extraños —dijo ella, con una firmeza silenciosa.

Y sin esperar más, se marchó calle abajo, con el niño bajo el brazo, sus pasos temblorosos pero decididos. Alejandro se quedó allí, inmóvil, como una estatua. Por primera vez en años, el millonario que creía tenerlo todo descubrió lo que en realidad había perdido.

Y mientras el Mercedes seguía detenido, el reloj caro seguía brillando, y la ciudad seguía con su prisa ciega…
…una historia de amor, orgullo y abandono se perdía entre la lluvia.

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