Allá por los cerros de Michoacán, en un pueblito donde todos se saludan por su nombre y la campana de la iglesia marca la hora del alma, vivía la maestra Lupita. Mujer de voz suave, trenzas largas y corazón más grande que su casa de adobe. Nunca se casó, porque según ella, “el amor también se puede dar en otras formas”.
Un día, llegaron a su escuelita dos hermanos: Emiliano y Gael. Tenían siete años, los ojos tristes y los pies descalzos. Sus padres habían fallecido en un accidente en carretera. Nadie quería hacerse cargo de ellos.
—Pues si nadie los quiere, yo sí —dijo la maestra sin pensarlo dos veces—. No serán mis hijos de sangre, pero serán mis hijos de vida.
Y así fue. Les dio techo, sopa caliente y cariño del bueno. Les enseñó no solo a leer y a escribir, sino a ser hombres nobles. Les contaba historias antes de dormir, les curaba las rodillas raspadas y los llamaba “mis campeones”.
Pasaron los años. Los chamacos crecieron y se fueron: uno a estudiar medicina en Guadalajara, el otro a trabajar como ingeniero en Monterrey. Cada diciembre volvían con regalos, pero sobre todo, con abrazos largos y cartas escritas a mano.
Un día, cuando se cumplían 22 años desde aquel encuentro, la maestra Lupita —ya con canas y bastón— recibió una invitación misteriosa: “Vístase bonita, mamá, y venga a la plaza del pueblo a las 5.”
Cuando llegó, la banda tocaba “Cielito lindo”, los vecinos estaban reunidos… y al centro, Emiliano y Gael, sonrientes, con un moño gigante entre los dos.
—¿Qué es esto? —preguntó Lupita, entre risas.
—Su nueva casa, ma. Con jardín, cocina grande y una hamaca para que lea sus libros tranquila. Usted nos dio la vida, ahora nosotros se la devolvemos con amor.
La maestra se llevó las manos al rostro y lloró como no había llorado en años. Lágrimas dulces, de esas que solo caen cuando uno se da cuenta de que lo sembrado con amor… florece con alma.