Santa Fe Klan siguió a un par de hermanos gemelos por un callejón y se quedó imp:actado al ver a la madre de los niños

Era una tarde tranquila en Guanajuato. Santa Fe Klan caminaba por las calles que tan bien conocía, cuando de repente, dos niños gemelos —de unos ocho o nueve años— pasaron corriendo frente a él. Llevaban ropa vieja, estaban descalzos, con los rostros sucios, pero sus ojos brillaban con una chispa de vida. Lo miraron en silencio y luego siguieron su camino. Por alguna razón, Santa Fe Klan decidió seguirlos.

Los niños doblaron por un callejón estrecho, donde apenas llegaba la luz del sol. El aire olía a humedad, las paredes estaban manchadas, y los escalones de concreto estaban desgastados. Finalmente se detuvieron frente a una puerta de madera tambaleante. Una mujer joven abrió —era su madre.

Ella tenía unos treinta años, delgada, con el cabello despeinado y ojeras profundas. Dentro del pequeño cuarto no había más que un colchón viejo sobre el suelo de cemento, algunas latas de leche vacías, y un rincón donde la ropa estaba doblada dentro de bolsas de plástico. La mujer sonrió con timidez al ver a Santa Fe Klan, pero no pudo ocultar la vergüenza en sus ojos.

“Perdón, los niños no querían molestarlo,” dijo con voz baja.

Santa Fe Klan guardó silencio unos segundos. Había vivido la pobreza, pero lo que veía le apretaba el pecho.

“No se preocupe,” respondió con voz grave. “Solo quería saber cómo viven.”

Después de un momento, sacó algunos billetes de su mochila, y también una sudadera vieja —la que solía usar en sus conciertos— y se la entregó a la madre.

“Tómelo. No es mucho, pero al menos esta noche, ustedes tres podrán cenar algo caliente.”

La mujer abrazó a sus hijos, y las lágrimas le cayeron sin hacer ruido. Santa Fe Klan los miró con ternura y murmuró:

“Qué tristeza… Pero no se preocupen. No los voy a olvidar.”

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