En las calles polvorientas de Guanajuato, donde creció Santa Fe Klan —cuyo nombre real es Ángel Quezada—, las paredes llenas de grafitis y los callejones estrechos fueron su primer escenario. Ahora, convertido en uno de los raperos más reconocidos de México, decidió regresar a sus raíces, pero esta vez con una misión diferente: inspirar a los que vienen detrás.

Fundó un club de rap gratuito para niños del barrio, un lugar donde los jóvenes con pasión por la música pudieran expresarse, aprender y soñar. Cada semana, el pequeño estudio comunitario se llenaba de voces, versos improvisados, cuadernos rayados y miradas llenas de ilusión.

Entre todos, había un niño que destacó desde el primer día. Se llamaba Luisito, tenía apenas 10 años. Su ropa estaba gastada, sus zapatos rotos, pero cuando tomaba el micrófono, el mundo se detenía. Luisito no rapeaba sobre lujos ni fama. Hablaba de su madre enferma, de los días sin comida, del miedo a perderlo todo, y de la esperanza que se escondía en cada palabra que rimaba.

Una tarde, después de una intensa sesión, Santa Fe Klan se quedó solo en el estudio. Miraba el rincón donde Luisito había estado rapeando y susurró para sí mismo:

“Ese niño… no solo rapea bien. Él vive lo que canta.”

Al día siguiente, Ángel fue a visitar a Luisito y a su madre. Después de hablar con ellos un rato, tomó una decisión importante:
Se encargaría de los gastos médicos de la madre de Luisito, apoyaría sus estudios, y además, lo tomaría como su aprendiz personal. Le enseñaría a escribir, a producir, a enfrentarse a los escenarios, pero sobre todo, a nunca perder el corazón puro que lo hacía tan especial.

Desde ese día, Luisito dejó de ser solo un niño con talento. Se convirtió en el motivo por el cual Santa Fe Klan recordó por qué empezó en la música.
Porque entre los gritos del público y las luces del escenario, aún existen voces pequeñas que son lo suficientemente poderosas como para hacer que hasta las estrellas más grandes se detengan a escuchar.