Era una tarde calurosa y polvorienta en Guanajuato. El sol comenzaba a caer lentamente detrás de los cerros, pintando el cielo de tonos anaranjados y rojizos. En el estudio de su casa, Santa Fe Klan —Ángel, para los que lo conocen más allá del escenario— estaba trabajando en una nueva canción. Su lírica hablaba de la calle, de la lucha, de los sueños que aún guardaba en el pecho. No se imaginaba que esa tarde traería consigo un episodio que jamás olvidaría.
El timbre sonó con insistencia. No una, sino tres veces. Ángel frunció el ceño, se quitó los audífonos y caminó hacia la puerta. Al abrir, se quedó helado.
Allí estaba ella. Valeria. Su ex. La mujer que había desaparecido de su vida sin despedirse, sin una sola explicación. Pero no estaba sola. En sus brazos llevaba a una niña pequeña, de ojos grandes y oscuros, con el cabello enmarañado y una mirada confundida.
—Tenemos que hablar —dijo Valeria, con voz apretada—. Esta niña… es tu hija.
Por un segundo, el silencio se volvió más pesado que el concreto. Ángel miró a la niña, luego a Valeria, y volvió a mirar a la niña. No dijo nada al instante. Respiró hondo y le hizo una seña para que entrara.
Se sentaron en la sala. Valeria empezó a contar una historia vaga, llena de huecos: que se había enterado del embarazo después de dejarlo, que había querido criar a la niña sola, pero que la vida se le había complicado, y que ahora necesitaba su ayuda.
—Quiero lo mejor para ella. Tú puedes darle cosas que yo no puedo —dijo, mientras acariciaba el cabello de la niña, que jugaba en silencio con un llavero.
Ángel la escuchaba, pero cada palabra le sonaba más falsa que la anterior. No era solo lo que decía, sino cómo lo decía. Evitaba su mirada. Y lo más extraño: no había una sola emoción verdadera en sus gestos. Solo cálculo.
—¿Y por qué ahora? —preguntó él con calma, mirándola fijamente—. ¿Por qué vienes justo cuando todo el mundo me está escuchando? ¿Por qué esperaste tantos años?
Valeria no respondió. Solo encogió los hombros.
—¿Le hiciste pruebas? —preguntó él.
—No… pero… mírala bien, se parece a ti —respondió, con una sonrisa nerviosa.
Ángel suspiró. Se levantó, dio unos pasos hacia la ventana y luego se volvió hacia ella.
—Si esta niña fuera mía, yo ya la estaría cuidando desde el primer día. No habrías esperado el momento en que tengo giras, contratos y dinero en la cuenta. Lo que tú estás buscando no es una figura paterna. Es un cheque mensual.
Valeria se puso tensa. Abrió la boca para defenderse, pero no logró articular palabra. La vergüenza se le notaba hasta en la postura.
—No uses a una niña para tus mentiras. Eso es lo más bajo que puedes hacer —añadió Ángel, con un tono firme, pero sin rabia.
Ella se levantó, avergonzada, recogió a la niña —que no entendía nada de lo que pasaba— y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, volteó a verlo una última vez, como esperando una segunda oportunidad. Pero no hubo palabras, ni disculpas. Solo el silencio.
Cuando se fueron, Ángel cerró la puerta y se quedó allí por unos segundos. Luego, sin perder tiempo, volvió a su estudio, encendió el micrófono y empezó a rapear.
Porque hay verdades que no necesitan gritarse. Solo necesitan ser contadas en una canción que hable de traición, de astucia… y de cómo un corazón limpio no se deja engañar por lágrimas falsas.
Y así, una vez más, Santa Fe Klan transformó el dolor en arte.