En un pequeño pueblo de Castilla, vivía don Mateo, un maestro de escuela que todos conocían por su sabiduría, su corazón noble y su vida solitaria. Nunca se casó, decían que su vocación era enseñar, y que su único amor era el aula.

Un invierno, llegó a la escuela un nuevo alumno: Tomás, un niño de doce años que había perdido una pierna en un accidente. Su madre había fallecido y no se sabía nada del padre. Los demás niños, por miedo o ignorancia, lo miraban de reojo. Pero don Mateo lo miró con el alma.

Sin pensarlo dos veces, el maestro decidió acoger a Tomás en su casa. “No tengo familia —dijo—, pero me sobra cariño para darte.” Le enseñó a leer con pasión, a pensar con libertad y a caminar con dignidad, aunque fuera con una muleta.

Pasaron los años. Tomás se convirtió en un joven fuerte, valiente y lleno de gratitud. Con esfuerzo y becas, estudió en la universidad y se convirtió en ingeniero biomédico. Don Mateo, ya mayor, seguía viviendo en la misma casita, con las mismas costumbres y la misma sonrisa tranquila.

Un día, exactamente veinte años después de aquel primer invierno, Tomás regresó al pueblo. Llamó a la puerta de su antiguo maestro, y cuando don Mateo la abrió, se encontró con su “hijo de corazón” sosteniendo una caja grande envuelta con cinta azul.

—Esto es para ti, maestro —dijo Tomás con voz temblorosa.

Dentro de la caja había una pierna ortopédica nueva, diseñada con la más alta tecnología… pero no para él.

—Es para usted —dijo Tomás mientras sacaba otra caja más pequeña—. Dentro hay algo más.

Don Mateo abrió la caja y encontró unos planos, un contrato de propiedad y una carta.

—He construido una pequeña escuela en su nombre, donde ningún niño será rechazado por ser diferente.

Don Mateo no pudo contener las lágrimas. No eran de tristeza, sino de una felicidad profunda, de esas que solo se sienten cuando uno comprende que ha sembrado amor… y ha recogido eternidad.