Michael no planeaba asistir a ningún funeral ese día.
Iba caminando distraídamente por una calle que no solía tomar, revisando su teléfono, cuando notó a varias personas vestidas de negro entrando a una iglesia. Pensó que quizá era una misa abierta al público, o simplemente sintió curiosidad. Así que entró.
Lo que no esperaba era que ese momento —aparentemente insignificante— se convirtiera en un punto de quiebre en su vida.
Dentro del lugar, reinaba el silencio. Flores blancas adornaban el altar. Un retrato enmarcado colgaba en el centro: una joven mujer sonriendo con una mirada llena de vida. Michael no la reconocía, pero algo en sus ojos lo conmovió. Se sentó al fondo, sin hacer ruido.
Mientras el sacerdote hablaba de su vida —una mujer de 28 años, enfermera, que dedicó sus últimos meses a cuidar pacientes terminales, incluso mientras ella misma luchaba contra el cáncer—, Michael comenzó a sentirse incómodo… pero no por estar en un funeral ajeno, sino porque esa historia le dolía más de lo que podía explicar.
Las palabras de su madre resonaban en su mente:
“No esperes a que la vida te obligue a cambiar. Hazlo tú antes.”
Y entonces vino el momento que lo sacudió: el padre de la joven se levantó y, entre lágrimas, leyó una carta que su hija había dejado antes de morir.
“Si estás escuchando esto, y no me conocías, tal vez sea porque el destino quiso que hoy entraras a este lugar. Si mi historia te inspira aunque sea un poco, no lo ignores. Haz eso que has estado postergando. Pide perdón. Llama a quien dejaste de hablar. Ayuda a alguien. Cambia.”
Michael rompió en llanto.
Cuando terminó el servicio, se acercó tímidamente al padre de la joven y le agradeció por permitirle quedarse.
Esa misma noche, renunció a su trabajo, volvió a llamar a su hermano con quien no hablaba desde hacía años, y se apuntó como voluntario en un hospital local.
Todo por haber entrado, por “error”, a un funeral que el destino —o algo más— quiso que presenciara.