Una noche, una lluvia, una petición de refugio… y todo cambió desde ese instante

Una noche de lluvia torrencial caía sobre las afueras de Puebla, en lo que parecía ser el último invierno verdaderamente frío del año. Don Ernesto, un hombre de casi setenta años, vivía solo en una pequeña casa de tejas con paredes de adobe y alma de silencio. Sentado junto a su brasero, donde apenas quedaban algunas brasas encendidas, disfrutaba del tenue crepitar del fuego y del ritual de la quietud que lo acompañaba cada noche.

Sin embargo, aquella rutina se rompió de pronto con unos golpes urgentes en la puerta. No eran los del viento ni el retumbar lejano de un trueno. Era una voz. Temblorosa, femenina.

—Señor, ¿me permite quedarme aquí esta noche…?

Don Ernesto se levantó con algo de esfuerzo, tomó su bastón de madera pulida y abrió la puerta. Frente a él, bajo la tormenta, apareció una joven empapada de pies a cabeza. El cabello enredado, la ropa pegada al cuerpo y la mirada… esa mirada. No parecía una pordiosera ni una mujer peligrosa. Había en sus ojos una mezcla de desesperación, agotamiento… y algo más. Algo difícil de nombrar.

Sin pensarlo mucho, la invitó a pasar.

—¿Ya comiste algo? —le preguntó, mientras ella trataba de calentarse las manos junto al brasero.
—No, señor… gracias. No quiero molestarlo, es solo que la lluvia…

—No te preocupes —interrumpió don Ernesto con tono sereno—. Tengo un poco de arroz y frijoles, come algo.

Ella se llamaba Mariana. Le explicó que viajaba sola por Puebla en una vieja moto que se le había descompuesto en el camino. La lluvia la había obligado a buscar refugio y su casa fue la única con luz en kilómetros.

Después de cenar, él le ofreció una vieja cobija y el sofá de la sala. Luego se retiró a su habitación, como buen hombre de costumbres, sin más palabras.

Pasada la medianoche, un silbido helado del viento lo despertó. Se levantó a cerrar una ventana mal asegurada y entonces la vio: Mariana seguía despierta, sentada en el sofá, abrazándose las piernas, con los ojos fijos en la cortina de lluvia que golpeaba los cristales.

—¿No puedes dormir? —le preguntó con suavidad.

Ella giró lentamente el rostro, como si hubiera estado esperando que él apareciera.

—No, señor… disculpe. Quería preguntarle algo, pero me da pena…

—Dilo, hija —dijo él, con la voz de quien ha escuchado muchas penas en su vida—. Si puedo ayudarte, lo haré.

Mariana bajó la mirada y, tras unos segundos de silencio, susurró:

—Quisiera quedarme aquí… un par de días. Pero no como huésped. Quiero ayudarlo. Cocinarle, limpiar, cuidar el huerto si hace falta. Solo… necesito un lugar seguro por un tiempo.

Don Ernesto la miró detenidamente. No con sospecha, sino con esa clase de atención que solo los viejos sabios conocen: la de ver más allá de las palabras.

—¿Huyes de algo? —preguntó con calma.

Mariana no respondió. Pero la forma en que cerró los ojos, conteniendo una lágrima, fue respuesta suficiente.

Esa noche, bajo la tormenta, algo cambió. No solo para Mariana, que encontró un refugio inesperado, sino para don Ernesto, que sin saberlo, había abierto la puerta a algo que llevaba años dormido en su interior: la compañía, el cuidado, la posibilidad de volver a compartir sus días con alguien.

Nunca le pidió explicaciones. Solo le enseñó a usar la manguera del jardín, dónde estaba el azúcar, y cuál era la mejor hora para espantar a los pájaros que picoteaban su maíz.

Lo demás… fue llegando solo, como la calma después de la tormenta.

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