—Pásale, chiquito. Pero primero, ven, siéntate y come algo caliente. Aquí no se trabaja con el estómago vacío.

Toñito se quedó parado, sin saber si había escuchado bien. El portero se le quedó viendo con sorpresa, y uno de los meseros sonrió, como si esa escena ya la hubiera visto antes. Emiliano volvió a hablar, esta vez más suave:

—No te preocupes, nadie te va a correr. Hoy tú eres mi invitado.

Lo llevaron a una mesa en una esquina, lejos del bullicio pero cerca de la cocina. Una señora de voz dulce, que todos llamaban Doña Marce, le trajo un plato de arroz con pollo y frijolitos, y una jarrita con agua de horchata. Toñito no sabía si debía esperar, si debía rezar, si debía llorar. Solo se quedó mirando el plato, con los ojos vidriosos y las manos temblorosas.

—¿Está bien? —le preguntó la señora con una sonrisa.

Toñito asintió y empezó a comer. Despacio al principio, casi con miedo, luego con más confianza. No era solo el hambre lo que se le calmaba, era algo más profundo, como si por fin alguien lo hubiera visto.

Después de comer, Emiliano volvió a acercarse. Le puso una mano en el hombro.

—Si quieres, puedes ayudarnos un rato en la cocina. No es mucho, pero te damos de comer diario y un lugar donde descansar un rato.

Toñito levantó la mirada, incrédulo. Nadie nunca le había ofrecido algo así. Asintió con fuerza, tragando las lágrimas.

Desde esa noche, Toñito empezó a formar parte del restaurante. No como un trabajador cualquiera, sino como alguien que le recordaba a todos por qué habían empezado ese negocio: no solo para alimentar estómagos, sino también corazones.

Y Emiliano, el dueño que parecía tan serio, se convirtió en el primer adulto en mucho tiempo que no lo trató como un estorbo, sino como un niño que solo necesitaba una oportunidad.

Porque a veces, una simple frase dicha con esperanza puede cambiarlo todo.