El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados, mientras las olas del mar acariciaban suavemente la orilla. En una playa privada, decorada con flores blancas, luces cálidas y un arco de madera adornado con orquídeas silvestres, Ramsés Alemán y Fernanda Urdapilleta se disponían a sellar su amor eterno frente a sus seres queridos.
La atmósfera era mágica. El murmullo del mar se mezclaba con la música suave de un cuarteto de cuerdas, y una ligera brisa movía el velo de Fernanda, que caminaba descalza por la arena, del brazo de su padre, con una sonrisa emocionada y lágrimas contenidas.
Ramsés la esperaba al final del pasillo con el corazón palpitante y los ojos llenos de amor. Vestía un traje claro, informal pero elegante, y al verla, sus labios dibujaron una sonrisa que decía más que mil palabras.
Cuando llegó el momento de los votos, todos los asistentes se sumieron en un silencio reverente. Lo que ocurrió después quedaría grabado en la memoria de cada invitado para siempre.
Con la voz temblorosa pero segura, Ramsés tomó las manos de Fernanda y dijo:
—“Fernanda, contigo aprendí lo que significa amar sin miedo. Tú eres mi paz, mi impulso, mi alegría cotidiana. Prometo caminar contigo sin importar si el camino es arena suave o rocas difíciles. Seré tu compañero, tu cómplice, tu refugio. Hoy te elijo y te volvería a elegir en cada vida.”
Fernanda apenas pudo contener las lágrimas. Con una ternura indescriptible, respondió:
—“Ramsés, llegaste a mi vida cuando menos lo esperaba y la llenaste de luz. Me haces sentir vista, valorada, amada. Prometo no soltarte nunca, incluso cuando la vida sea difícil. Seré tu fuerza cuando flaquees, tu risa cuando haya tristeza, tu hogar cuando sientas frío. Hoy te entrego mi corazón entero, sin reservas.”
En ese instante, se escucharon sollozos por toda la ceremonia. Madres, padres, amigos, incluso algunos que pocas veces se emocionaban, se limpiaban discretamente las lágrimas. Las palabras de Ramsés y Fernanda no eran poesía decorativa; eran promesas sinceras, nacidas del alma, llenas de vida compartida y sueños entrelazados.
Después del beso que selló su unión, la playa estalló en aplausos y vítores. Las gaviotas sobrevolaron el cielo como si también celebraran, y el mar, eterno testigo, aplaudió con olas más vivas que nunca.
La celebración continuó con una cena al aire libre, luces colgantes entre palmeras, risas, brindis emocionantes y un primer baile bajo las estrellas. Pero por mucho que la noche ofreciera belleza, nada pudo igualar la pureza de aquellos votos que, por un instante, hicieron que el mundo se detuviera.