Una mañana helada de invierno, mientras la niebla aún se aferraba a las esquinas del mercado, Doña Tura —una anciana que sobrevivía recogiendo chatarra— encontró algo que cambiaría su vida para siempre.
Era un bebé.
Envuelto apenas con una manta vieja, lloraba sin fuerza al lado de un poste oxidado.
—Lo dejaron aquí como si fuera basura… —susurró Doña Tura, y sin pensarlo dos veces, lo tomó en sus brazos temblorosos—. Ya no llores, mi niño. Conmigo estarás bien.
La gente la miraba como si hubiera perdido la cabeza.
—¿Criar a un hijo a estas alturas? ¡Si apenas puede con ella misma!
—Seguramente lo devolverá cuando no tenga qué darle de comer…
Pero Doña Tura no respondió. Guardó silencio, como lo hacía siempre. Día tras día, empujaba su carrito por las calles, recogiendo botellas, metales y cartones para venderlos. En su casa —una pieza de alquiler con goteras— hervía arroz y cebolla para alimentar al pequeño, a quien llamó Tito.
Tito creció entre sonidos de latas, olor a pegamento y canciones que Doña Tura murmuraba mientras cocinaba. Nunca tuvo juguetes nuevos ni ropa de marca, pero sí tuvo algo que otros niños envidiaban: un amor inmenso, incondicional.
A los siete años, Tito llegó a casa con el labio partido.
—Me dijeron bastardo. Que tú no eres mi abuela de verdad.
Doña Tura no preguntó más. Solo lo abrazó fuerte y le dijo:
—Tú eres mío. No por sangre, sino por destino.
Los años pasaron. Tito estudió con becas, vendió dulces en la escuela y cuidó de su abuela como ella lo hizo con él. Se convirtió en médico pediatra, especializado en atender niños sin recursos.
El día de su graduación, regresó al mercado, con traje nuevo y una sonrisa inmensa. Tomó de la mano a Doña Tura y, delante de todos, dijo:
—Ella es mi madre. La única que me enseñó lo que es el amor verdadero.
Los vecinos no podían creerlo.
—¿Ese es Tito? ¿El niño de la chatarra?
—¡Mira lo que ha llegado a ser! ¡Y todo gracias a esa viejita loca!
Un día, Tito halló un sobre viejo con papeles del hospital donde lo abandonaron. Había nombres, fechas, datos. Lo quemó todo sin leer más. Luego se sentó al lado de Doña Tura, en el patio de la nueva casa que él le había comprado, y le dijo:
—Si tuviera que nacer otra vez… elegiría volver a esa orilla. Solo para que tú pasaras por ahí.
Doña Tura, con su rostro arrugado y su alma en calma, sonrió mientras el sol caía.
—¿Ves, Tito? Todos decían que estaba loca. Pero ahora… nadie es más feliz que yo.