Era una mañana cualquiera en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Entre pasajeros apresurados y voces por el altavoz, se abordaba un vuelo con destino a Monterrey. En la zona de clase ejecutiva, todo transcurría con normalidad: trajes finos, relojes brillantes, perfumes caros y conversaciones de negocios.
En medio de esa escena, subió un señor mayor, de caminar pausado, vestido con unos pantalones de mezclilla gastados, una chamarra vieja y unos zapatos ya bien andados. Llevaba consigo una maletita modesta y una mirada serena. Al abordar, algunos pasajeros lo observaron con desdén. Pero fueron los susurros de algunas sobrecargos los que marcaron el tono incómodo del viaje.
—¿Segura que este señor va en ejecutiva? —le dijo una azafata a otra, sin disimular la sonrisa burlona.
—Capaz y se coló, con eso de que ahora cualquiera vuela —respondió otra, riéndose mientras lo señalaba disimuladamente con la mirada.
Durante el vuelo, el señor pidió agua con calma. Tardaron en dársela. Cuando preguntó por el menú, una sobrecargo le dijo con frialdad: “Lo que hay es pollo o pasta, pero ya casi no queda.” Mientras tanto, a otros pasajeros les ofrecían opciones con sonrisas y hasta recomendaciones personales. A él, lo ignoraban.
Un joven sentado cerca, testigo de todo, se incomodó. El señor, sin embargo, nunca alzó la voz, ni mostró molestia. Solo miraba por la ventana, como quien ya ha visto demasiado en la vida y no se sorprende de nada.
Al aterrizar en Monterrey, el capitán anunció por el altavoz:
—Estimados pasajeros, les pedimos permanecer en sus asientos unos minutos más. Un pasajero con tratamiento especial será escoltado antes de que baje el resto del pasaje.
Las sobrecargos se miraron entre sí, confundidas. Segundos después, subieron por la escalerilla dos hombres vestidos de traje, con radios y credenciales visibles. Se acercaron al anciano y uno de ellos habló:
—Licenciado Hernández, es un honor recibirlo. Su chofer y equipo de seguridad lo esperan afuera. Gracias por volar con su aerolínea.
Un silencio incómodo llenó la cabina. Las sonrisas fingidas de las sobrecargos desaparecieron. Algunas palidecieron. El señor del asiento 3A, aquel al que despreciaron por su ropa sencilla, era nada más y nada menos que el dueño del grupo empresarial que controlaba la aerolínea.
Antes de bajar, el licenciado se volteó lentamente hacia la jefa de sobrecargos. Con voz firme, pero tranquila, dijo:
—No juzgues a nadie por su apariencia. Hoy fui yo. Mañana puede ser alguien que realmente necesite empatía.
Y agregó, mirando a todas:
—Quiero un informe completo sobre el comportamiento del personal de este vuelo. Que se evalúe su permanencia. Esto no representa los valores de mi empresa.
Y sin más, caminó con dignidad hacia la salida, dejando un silencio helado y una lección inolvidable.
Días después, la noticia se volvió viral: “Dueño de aerolínea viaja de incógnito y despide a sobrecargos por mal trato.” En los comentarios, muchos aplaudían la decisión, otros reflexionaban. Y algunos decían: “Con razón dicen que en México, al más humilde hay que tratarlo como rey… porque no sabes si lo es.”