Una tarde ventosa en el barrio de Guanajuato, Santa Fe Klan —nombre artístico de Ángel Quezada— regresó a casa con algo inesperado entre los brazos: un niño pequeño, delgado, con los ojos grandes y tristes, y la ropa sucia por el polvo del camino.
Su madre, la señora Mazor —una mujer conocida por su carácter firme pero su corazón generoso— lo miró fijamente y preguntó:
— “¿De dónde sacaste a este niño, Ángel?”
Santa Fe Klan, visiblemente conmovido, comenzó a contar. En el camino de regreso del estudio, vio al niño acurrucado en la banqueta, junto a un pedazo de cartón y una mochila desgastada. Nadie se detenía. Nadie le hablaba. Pero había algo en sus ojos —una mezcla de dolor y resistencia— que detuvo el mundo por un momento.
Al acercarse, el niño le contó que había perdido a su madre en un accidente y que su padre lo había abandonado cuando era bebé. Dormía en parques, comía lo que podía encontrar y soñaba, con suerte, con ir a la escuela alguna vez.
La señora Mazor se quedó en silencio.
Luego, sin pensarlo más, se agachó, abrazó al niño con fuerza y dijo:
— “A partir de hoy, este es tu hogar. Te voy a cuidar como si fueras mi propio nieto. En esta casa, siempre hay lugar para quien necesita amor.”
Santa Fe Klan no dijo nada. Solo asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
Desde ese día, el hogar del cantante cambió para siempre. El niño —que ahora llama a la madre de Santa Fe Klan “abuelita”— va a la escuela, come caliente cada día y duerme sin miedo.
Para Santa Fe Klan, no fue un acto de caridad.
Fue la construcción de una familia —en su forma más pura y sincera.