Era de noche en Guanajuato. Santa Fe Klan regresaba a casa después de una larga jornada en el estudio cuando, al pasar por una calle silenciosa, algo le llamó la atención. A la orilla del camino, bajo un poste de luz parpadeante, dos niños de unos diez años dormían abrazados, cubiertos apenas con una chaqueta rota.
Se detuvo sin pensarlo. Bajó del auto, se acercó lentamente y se agachó junto a ellos.
—¿Qué hacen aquí, tan tarde? —preguntó con voz suave.
El niño despertó primero. Sus ojos grandes, oscuros, lo miraron con desconfianza, pero no dijo nada.
—¿Dónde están sus padres? —insistió el rapero.
Tras un momento de silencio, el niño respondió:
—Nos dejaron. Dijeron que ya no podían cuidarnos. Que nos arregláramos solos.
El corazón de Santa Fe Klan se apretó. No lo pensó dos veces: los llevó a su casa, les dio de comer, los bañó y les preparó una habitación. Desde el primer momento, sintió un vínculo especial con el niño. Había algo en su mirada… una mezcla de tristeza y fortaleza que lo conmovía profundamente.
Al día siguiente, le dijo a su prometida Maya:
—Quiero que ese niño sea como mi hermano. Voy a cuidarlo como si fuera de mi sangre.
Pero la paz duró poco. Apenas dos días después, mientras preparaban una salida al parque, el teléfono de Santa Fe Klan sonó con un número desconocido.
—Somos los padres del niño. Devuélvanos a nuestro hijo —dijo una voz áspera y cortante.
El artista se quedó en silencio. Intentó explicar que había encontrado a los niños abandonados.
Pero la voz del otro lado lo interrumpió con frialdad:
—Ese niño no es una víctima. Es un problema. Nos incendió la casa, golpeó a su hermana hasta dejarla en el hospital, y escapó de un centro de rehabilitación. No necesita compasión. Necesita límites.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Miró al niño que jugaba tranquilo en la sala… pero ahora sus ojos ya no parecían tan inocentes. Eran vacíos. Oscuros.
Esa noche, al cerrar la puerta de la cocina, Santa Fe Klan notó que faltaba un cuchillo grande. Subió corriendo. En la pared del cuarto del niño, alguien había escrito con marcador rojo:
“Todos me abandonan. Pero yo no olvido.”
Santa Fe Klan se sentó en la oscuridad, solo. El nudo en el pecho no lo dejó dormir. No se arrepentía de haber querido ayudar. Se arrepentía de haber creído que el amor, por sí solo, podía curar a alguien que ya había decidido romperse.
Desde entonces, cada vez que mira a los niños en la calle, no puede evitar preguntarse:
¿Estoy viendo a una víctima… o a alguien que ya eligió ser su propio verdugo?