Ofelia, agotada por los años de luchas interminables y sueños truncados, se encuentra sentada sola en su pequeña habitación, con la mirada fija en una carta arrugada que Priscila le había dejado la semana pasada. En ella, Priscila había detallado un plan que, aunque arriesgado y moralmente cuestionable, prometía un cambio radical en la vida de Ofelia si estaba dispuesta a asumir el sacrificio.
Con el corazón dividido entre la duda y la esperanza, Ofelia repasa mentalmente todo lo que ha soportado: trabajos mal pagados, días de hambre y noches de frío, y un futuro que parecía cada vez más oscuro. “Tal vez este sea mi único camino”, murmura para sí misma, mientras aprieta la carta entre sus manos. La promesa de una vida mejor, de estabilidad y quizás hasta felicidad, comienza a pesar más que el temor y la culpa.
Al día siguiente, Ofelia se encuentra con Priscila en un café discreto, lejos de las miradas curiosas del vecindario. “¿Estás segura de esto? Una vez que empecemos, no habrá marcha atrás”, le advierte Priscila, con un tono firme pero casi maternal. Ofelia, tragando el nudo en su garganta, asiente con determinación. “Si esto significa que puedo dejar atrás todo lo que me ha mantenido atrapada, entonces estoy lista”, responde, aunque su voz tiembla ligeramente.
Finalmente, el día del sacrificio llega. Ofelia, vestida según las indicaciones de Priscila, se enfrenta al desafío con una valentía que nunca pensó tener. Mientras cumple con su parte del plan, su mente se llena de imágenes de lo que podría ser: una casa propia, estabilidad económica y, sobre todo, la libertad de elegir su propio destino.
Aunque las consecuencias del plan todavía son inciertas, Ofelia sabe que ha cruzado un punto de no retorno. Con cada paso que da, se aferra a la esperanza de que este sacrificio, por difícil que sea, será la llave que le abrirá la puerta a una vida mejor.